Terminar un libro es un momento interesante. Incluso mientras lo leo, tengo la sensación de que durante las horas en que sus hojas están cerradas, los personajes siguen viviendo en ese mundo paralelo que se abre. Algo así como que es su tiempo de hacer esas cosas que tampoco muestran en las novelas: ir al baño, dormir una siesta, comer un sandwich o pasear al perro (si es que tienen perro; puede que sea un dato que el escritor decida omitir porque no cree que sume al personaje).
Cuando el libro termina, la sensación es similar. Durante unos días pienso y revivo sensaciones e imágenes de esos ratos compartidos. El tiempo pasa, cada tanto los recuerdo y me pregunto por su existencia, como un viejo conocido que hace rato no veo; en qué andarán, si seguirán con tal pareja o tal trabajo, cómo los habrá tratado el invierno nevado. Parece como si en mi cabeza todos esos universos paralelos encontraran sentido en unirse en uno sólo, el mío.
¿Acaso no hacemos cada uno nuestra propia realidad? ¿Acaso la verdad no es algo subjetivo? En mi realidad convivo con estas historias, estas vidas que me inspiran, me alimentan el alma; son amigos, tíos, hermanos. Es mi pequeño ejército interior.
Cuando termino de leer el relato escrito de sus aventuras, en ese momento, los abrazo muy fuerte, los despido hasta el próximo encuentro. Ese momento explosivo puede darse en cualquier ámbito; en el sillón de casa o en la cama antes de dormir suele ser lo más amistoso, porque puedo regodearme con mis emociones. Ahora, cuando se da en la sala de espera del médico o en el tren yendo a laburar, un poco me inhibo y otro poco busco cómplices, porque sé que la gente a mi alrededor sabe por qué momento estoy pasando; los miro esperando que me devuelvan la mirada, un guiño, una sonrisa, una metafórica palmadita en la espalda. Como si fuera un momento para festejar, como si su complicidad validara mis emociones.
Bueno, todavía no logro festejar el fin de un libro como un gol a los ingleses, quizás porque lo mejor sea que ese universo mío sea sólo mío, porque me define, me da forma, me abraza, no me juzga y vive su propia historia adentro de la mía, haciendo una.